Algunas consideraciones en el aniversario de la proclamación de la Segunda República
La razón en la historia, así como en cualquier otro hecho de la vida, nunca está de un solo lado; todos tienen parte de razón y también todos tienen parte de sinrazón. Sin embargo, no he visto o leído en los escritos de los neo-republicanos ningún atisbo de reconocimiento de responsabilidades o autocrítica sobre la Segunda República.
El argumento más usado en la Ley de Memoria Histórica -o «democrática»- es que la República y todos los que la defendieron eran demócratas y todos los que la combatieron eran fascistas. Una dicotomía equívoca.
En lo que sí coincido es en que los perdedores de la guerra y los que no se quisieron plegar a los dictados del nuevo régimen impuesto en el bando triunfante, fueron reprimidos injustamente de muy diversas formas. Muchos de los opuestos a la rebelión de julio de 1936 fueron asesinados en su retaguardia, algunos de los cuales desaparecieron para siempre. En el bando republicano fueron igualmente asesinados, en nombre del antifascismo o de la revolución, gentes antirrepublicanas, pero también republicanos. En este caso, las autoridades no pudieron o, en algunos casos, no quisieron hacer nada para impedirlo.
La mayor parte de los asesinados en la retaguardia republicana ya tuvieron su reparación y fueron enterrados y reconocidos con cierta dignidad tras la guerra, ya fuera a cargo del Estado franquista o de asociaciones particulares. Sin embargo, muchos de los asesinados en la retaguardia rebelde siguen enterrados como perros en las cunetas o fosas comunes. Éstos se merecen el mismo trato que tuvieron los otros, y su recuperación y dignificación debe ir a cargo del Estado en colaboración con los familiares. Lo que no tiene sentido es eliminar del recuerdo y tachar de fascistas a los que hasta hace bien poco fueron los únicos dignificados. Es decir, lo que no es ni justo ni humano es borrar de la memoria a los considerados por algunos como franquistas, sin ni siquiera haber conocido a Franco, para poner a los otros -tan dignos como los primeros- a los que se les ha idealizado como incuestionables defensores de la democracia.
El régimen nacido de la guerra fue una dictadura criminal que hoy, con el triunfo de una democracia homologada, ya no la quieren rememorar ni los que la jalearon en vida de Franco, ni los que miraron para otra parte obviándola, aunque hoy se consideren todos ellos más demócratas que nadie.
Sin embargo, aprovechando el aniversario de la Segunda República me gustaría apuntar algunos de sus aspectos olvidados por sus defensores.
¿Quién trajo la Segunda República?
Es cierto que la monarquía Alfonsina estaba ya tan desprestigiada en 1930 que entre los poderes fácticos eran ya muy pocos los que la apoyaban. Alcalá Zamora, antiguo ministro del rey, se convirtió en el promotor del Pacto de San Sebastián realizado el 17 de agosto de 1930. El objetivo del Comité salido de San Sebastián era promover un pronunciamiento militar para provocar el derrocamiento de la Monarquía. Para ello contaban con una buena parte de los militares, casi todos, por cierto, descontentos con la monarquía alfonsina. Entre estos descontentos se hallaban militares como el tristemente conocido Queipo de Llano o el aviador Franco, hermano del futuro dictador, que luego se pasaría al bando llamado nacional. Los impacientes capitanes «republicanos» sublevados en Jaca, Fermín Galán (Africanista y Cruz Laureada de San Fernando) y García Hernández, emitieron un bando -por otro lado, muy acorde con la impronta militar-, en el que se decía: «Artículo único: todo aquel que se oponga de palabra o por escrito, que conspire o haga armas contra la República naciente será fusilado sin formación de causa». (Un artículo muy similar a otro que seis años más tarde emitió el golpista general Mola en 1936).
Como se sabe, la llegada de la República del 14 de abril de 1931 no fue fruto de un plebiscito, sino de unas elecciones municipales en las que no triunfaron precisamente los partidos republicanos. Éstos triunfaron en 45 de las 52 capitales de provincia, obviando el resultado en el mundo tradicional agrario donde la victoria de las candidaturas monárquicas fue contundente. Se podría decir que el caciquismo burgués de las ciudades se impuso al caciquismo del mundo rural.
Muchos de los intelectuales y votantes que aceptaron la República con la esperanza de que pudiera ser un régimen regenerador menos malo que la Monarquía de Alfonso XIII, pronto pudieron comprobar que la República se les iba de las manos y dijeron que no era eso lo que esperaban. También muchos católicos pudieron ver como se atentaba contra sus sentimientos religiosos. Y, por supuesto, muchos socialistas, los pocos comunistas que entonces había y los anarquistas, estuvieron boicoteando la República desde el primer momento por considerarla burguesa, generando importantes disturbios. Todo este conjunto de factores propició el intento fracasado de golpe de Estado de Sanjurjo.
Lo que no está muy analizado es la indiferencia con que la República fue acogida en el mundo rural tradicional. El tema se suele zanjar aduciendo al caciquismo imperante en los pueblos rurales, como si los trabajadores del campo fueran más ignorantes que los de las ciudades. Lo que sí se puede decir es que la tradición campesina era bastante ajena a los intereses políticos de aquellos que siempre tuvieron una fe ciega en robustecer el Estado como ente paternal y magnánimo. Y es que la República «democrática» fue, grosso modo, la continuación del proceso de fortalecimiento del Estado todopoderoso, que en época contemporánea se inició con la Constitución de 1812, seguida por los espadones decimonónicos, la Monarquía «liberal» y la Dictadura de primo de Rivera, que venía consolidándose desde que la revolución liberal y centralista dio la estocada final a un mundo rural tradicional que no sentía ninguna necesidad de un Estado tan poderoso y paternalista; un mundo rural y un mundo periférico que en el siglo XIX fue protagonista de innumerables rebeliones -fueran estas carlistas o cantonalistas-, contra el incipiente y centralizador Estado liberal-capitalista.
La Segunda República fue, pues, el antepenúltimo eslabón de la larga cadena (antes del franquismo y de la actual democracia) para consolidar un Estado cada vez más absorbente y totalizante, un capitalismo cada vez más poderoso y una sociedad industrial y tecnológica tal vez más alienante de lo que lo fue la sociedad rural tradicional. Y para ello no tuvo demasiadas contemplaciones. Entre 1931 y 1936, las fuerzas represoras de la República (Guardia Civil y Guardia de Asalto) se dedicaron a reprimir con gran derramamiento de sangre todo tipo de levantamientos populares, tanto en el campo como en las ciudades, tuvieran o no carácter revolucionario.
Sin embargo, ante el triunfo democrático de las derechas en 1933 y ante el temor a los regímenes fascistas en alza, algunas de las organizaciones y sindicatos que habían estado combatiendo a la República en sus inicios, cerraron filas, primero para sublevarse, en 1934, contra la República que gobernaba la derecha del Partido Radical y la CEDA -que había ganado las elecciones- con la consiguiente y brutal represión sangrienta. Más tarde, en febrero de 1936, acorde ahora con las consignas del Komintern bajo la égida Stalin, de creación de Frentes Populares contra el fascismo, el creado en España ganaría unas discutidas elecciones. Pero la República frentepopulista, apoyada por partidos más izquierdistas que las anteriores experiencias, tampoco tuvo la sensibilidad suficiente para evitar la represión contra los nuevos levantamientos populares en el mundo rural, siempre tan olvidado y alejado de los intereses partidistas y estatistas. Y es que, los que sólo concebían un socialismo de Estado «moderno», desarrollista y de crecimiento sin fin, no eran capaces de entender que también había comunitarismo antes de la «modernidad», por eso despreciaban ese pasado anónimo de los que no salen en la gran Historia, tal como muy bien ha estudiado el investigador, David Algarra en su libro El común catalán. La historia de los que no salen en la historia.
Los republicanos frentepopulistas tampoco podían soportar las críticas desde la derecha, hasta el punto de perpetrar el conocido crimen de Estado contra el diputado Calvo Sotelo, uno de los jefes de la oposición parlamentaria.
En estas circunstancias el Ejército estaba dividido entre los que deseaban seguir siendo fieles a la República del Frente Popular y los que sintiéndose aun republicanos, no comulgaban con las actitudes del gobierno. Entre los enemigos de la República se hallaban tanto los pocos que había de ideología fascista, así como los nostálgicos de la monarquía «liberal» de Alfonso XIII, o los carlistas que propugnaban una monarquía tradicional y foralista. Entre los militares conspiradores se hallaban republicanos y/o masones como Cabanillas (el más veterano), Mola (el «Director») o Queipo; falangistas como Yagüe; o monárquicos como Sanjurjo, Kimdelán o alguno, como Varela, claro enemigo del régimen nazi. Franco, muy astutamente, no se definía, aunque es poco conocido que, en su primer manifiesto a los españoles, en julio de 1936, tuvo un desliz -o quizá un acto oportunista- invocando la trilogía de la Revolución francesa de libertad, igualdad y fraternidad, acabando con un ¡Viva la República!
Fracasada la rebelión y dividida España entre los sublevados y los leales, en un principio la balanza se inclina a favor de los leales. El Ejército le era favorable, así como las zonas de mayor desarrollo económico y los elementos propios para sostener la guerra. Pero a los sublevados les dio rápidamente apoyo la Italia de Mussolini y la Alemania de Hitler, mientras a que a los leales a la República se la dio la Unión Soviética de Stalin, en tanto que las democracias se abstuvieron. Sin embargo, los sublevados, tal vez por la mayor disciplina, fueron ganando posiciones hasta ganar la guerra.
Iniciada la contienda civil, en las respectivas retaguardias se produjo la persecución contra los desafectos que se saldó con miles de asesinados en ambos bandos, especialmente durante los primeros meses de la guerra. Pero cuando Franco triunfó la represión, los fusilamientos «legales» y la ley de fugas, se prolongaron durante largos años tanto contra los perdedores como contra la resistencia de los maquis. La Dictadura de Franco fue implacable no sólo contra los vencidos, sino también contra una parte de los vencedores que, como los carlistas, no se plegaron a los deseos del dictador.
Josep Miralles, doctor en Historia
Artículo publicado en elobrero.es