[Opinión] Consideraciones sobre el Museo del Carlismo

Artículo de Javier Cubero publicado en www.naiz.eus 15/02/2017

El Parlamento de Navarra ha aprobado una resolución instando al Gobierno de Navarra a presentar un plan de revisión de los contenidos del Museo del Carlismo. En relación a lo que fue hasta ahora ese triste Museo quisiera exponer varias cuestiones, algunas de las cuales han pasado totalmente desapercibidas en la reciente polémica, pues se corre el riesgo de que el árbol no nos deje ver el bosque:

1- En la década de 1990 una parte de los fondos históricos (banderas, cuadros, uniformes, etc.) del Partido Carlista se encontraban en depósito en el Museo Histórico Vasco de Bilbao. A pesar de la reivindicación del Partido Carlista sobre la articulación de un espacio museístico específico sobre esta materia, la clase política navarra no mostraba por entonces ningún entusiasmo hacia esta idea. Pero cuando se supo que el Gobierno de la CAV tenía interés en construir su propio Museo del Carlismo, y que el Partido Carlista estaba dispuesto a llegar a un acuerdo, en la CFN a más de uno le saltó alguna «alarma» y «casualmente» todo cambió… Así en 1997 el Parlamento de Navarra acordó por unanimidad solicitar al Gobierno de Navarra la creación de un Museo de Recuerdos Históricos del Carlismo.

2- En 2000 Juan Ramón Corpas, como Director General de Cultura del Gobierno de la CFN, y José Ángel Pérez Nievas, en representación de Partido Carlista (Federal) en virtud de unos poderes conferidos por su Secretario General, firmaron un primer y provisional Protocolo de Intenciones. Sin embargo la confección del Contrato definitivo de cesión de los bienes históricos nunca se produjo, pues el Gobierno de UPN decidió aprovecharse tanto de las carencias del Protocolo como de la debilidad del Partido Carlista, para secuestrar esos fondos y hacer lo que le dio la gana en función de sus peculiares gustos ideológicos. Lo deseable sería que el nuevo Gobierno reparase esta situación, ya que nunca fue intención del Partido Carlista donar esos bienes sino únicamente cederlos. Además dado que muchos de esos fondos tienen más que ver con otros territorios antes que con Navarra, sería justo que por ejemplo en un momento determinado el Partido Carlista pudiera disponer de sus bienes para dotar de contenido a un futuro Museo del Carlismo Catalán.

3- En el mencionado Protocolo se planteaba que la finalidad de la cesión de los fondos es que «puedan exponerse en el futuro Museo». Este compromiso no se ha cumplido, pues la mayor parte del material histórico cedido por el Partido Carlista se encuentra almacenado.

4- Únicamente fue cedida al Museo una parte de los bienes, pues ante la deriva de los acontecimientos no tardaría en extenderse el escándalo entre la militancia carlista, e iniciarse espontáneamente una campaña de boicot. Hubo veteranos carlistas que afirmaron literalmente que preferían el extravío de sus archivos familiares antes de que terminasen en manos de UPN. De hecho actualmente hay Agrupaciones territoriales del Partido Carlista que mantienen un extraordinario patrimonio histórico. Una lástima que no se encuentre en ningún Museo gracias a la política seguida hasta ahora, con la única y reciente excepción de la exposición temporal «Montejurra. La montaña sagrada», que tanto molestó a algunos miembros de Izquierda-Ezkerra y de Geroa Bai.

5- La exposición permanente del Museo, desde su inauguración en 2010, está mediatiza por un discurso terriblemente simplificador. Un guión unilineal y binario, en el que no existe más que un único «cleavage» de conflicto entre la supuesta «Contrarrevolución» tradicionalista y el no menos supuesto «Progreso» liberal, alrededor del cual se ordenan o se marginan los datos históricos. Una narrativa histórica construida «desde arriba», sin entrar en la complejidad de los procesos históricos, ni en la dimensión sociológica y antropológica del carlismo como movimiento popular más allá del discurso religioso-dinástico.

Así brillan por su ausencia tanto la conflictividad socio-económica causada por la irrupción del nuevo orden capitalista, como las tensiones etno-territoriales generadas por el desarrollo del Estado-Nación centralista. Sin estas dos claves, por ejemplo, es difícil de explicar la «Guerra dels Matiners» (Segunda Guerra Carlista, 1846-1849), en la cual los carlistas combatieron conjuntamente con republicanos federales de izquierda contra el régimen dictatorial del general Narváez, católico y monárquico pero no a la manera carlista, además de profundamente oligárquico y unitario… Ni tampoco se entenderían hechos posteriores como la Alianza Foral de 1921, el manifiesto de Jaime III saludando a la II República, la creación del Muthiko Alaiak también en 1931, o la huelga general de la construcción de Iruñea en 1935.

La realidad es que el liberalismo isabelino, militarista y golpista, no era sinónimo de democracia ni tiene nada que ver con las diversas fuerzas que integraron el bando gubernamental en 1936: republicanos, obreristas y nacionalistas. La comparativa de las Constituciones de 1845 y de 1931 habla por sí sola. Igualmente tiene poca consistencia científica la voluntad interesada, manifestada abiertamente desde las desafortunadas I Jornadas de Estudio del Carlismo, en las cuales se produjo el vergonzoso espectáculo de un Jordi Canal que se escudaba con Maistre mientras atacaba a Josep Fontana, de diluir al carlismo es una especie de genealogía «contrarrevolucionaria», que sin ningún tipo de criterio coloca en el mismo cajón de sastre las revueltas legitimistas del siglo XIX que los fascismos del XX. De esta manera el carlismo es aislado de las formas de «rebeldía primitiva», que tan excelentemente estudió Hobsbawm, mientras se legitima indirectamente la presencia de pistoleros «contrarrevolucionarios» de la Triple A argentina en Montejurra 76.

6- Es especialmente absurda la primera parte de la exposición permanente, que está dedicada a los teóricos del pensamiento «reaccionario» francés, unos completos desconocidos en la sociedad española en época de la Primera Guerra Carlista. Precisamente quien introducirá sus ideas a este lado de los Pirineos no es otro que Donoso Cortés, un destacado isabelino que despreciaba al carlismo por su carácter «plebeyo». En cambio muy seguramente lo que animaría a muchos campesinos a empuñar las armas por Don Carlos, como muy bien reflexionaba Pi i Margall, Presidente de la efímera I República, serían las políticas liberales de desamortización agraria y abolición foral.

En línea con todo lo anterior no creo que pueda considerarse como casualidad inocente el que se hayan ignorado, entre otros muchos, hechos como el levantamiento carlista de 1855 contra la Desamortización de Madoz, o la histórica reclamación del carlismo navarro de la «reintegración foral plena» frente al marco político derivado de la mal llamada Ley Paccionada de 1841.