[Historia] Un Che Guevara carlista
Reseña de Pablo Batalla Cueto publicada en La Marea (Madrid) el 20/05/2022.
Manuel Martorell traza en ‘José Borges: el carlista catalán que murió por la independencia del sur de Italia’ (Txalaparta, 2022) la biografía de un hombre y el fresco de una época: la revolución liberal y las paradojas de la resistencia popular a ella.
Revólver en una mano, carabina en la otra, puñal en la faja del traje napolitano, gesto ceñudo, temible, en el bello rostro. Fue corta la vida de Michelina di Cesare, muerta el 30 de agosto de 1868 a los veintisiete años, pero fue intensa: la de una brigantessa del Mezzogiorno, guerrillera legitimista, cabecilla de una de las partidas que, en el antiguo reino de las Dos Sicilias, trataron, sin éxito, de evitar primero, y revertir después, la unificación de Italia.
Di Cesare fue la más famosa, pero hubo muchas mujeres en el brigantaggio. La represión piamontesa no fue compasiva con ellas, y tampoco con Michelina, víctima temprana, tras su captura y asesinato en el monte Morrone, de una práctica macabra que daba, en aquel momento, sus primeros pasos: el fotografiado y la difusión masiva de la imagen de su cadáver vejado –además de su exhibición física, desnudo, en la plaza mayor de Mignano, junto con el de su marido–, a modo de advertencia para la población. No importó que estuviera embarazada de cuatro meses: la propaganda, de hecho, no dejó de contarlo. Como en toda guerra, las mujeres sufrían en aquella un escarnio especial: la naciente fotografía vejaba también a la reina depuesta de las Dos Sicilias, la adorada María Sofía, víctima, en su caso, de un arcaico photoshop perpetrado en 1862 en un estudio de Roma: pegar su rostro a la imagen del cuerpo desnudo de una prostituta y difundirla por doquier.
Fue aquel el contexto en que se desenvolvieron los últimos compases de la vida de José Borges, catalán ilerdense de Vernet, protagonista de una biografía escrita por el navarro Manuel Martorell, que publica Txalaparta. Él había caído unos años antes, en 1861, cuando trataba de organizar a los dispersos briganti al modo como, en España, durante las dos guerras carlistas —en las que él había combatido y alcanzado el grado de general—, habían logrado hacerlo los Zumalacárregui y los Cabrera, convirtiendo a una calderilla de rebeldes espontáneos en un ejército con todas las de la ley.
Borges –cuya biografía se lee con la agilidad de una novela de aventuras– vendrá a ser una suerte de Che Guevara reaccionario del siglo XIX. Fue aquella una centuria de revoluciones liberales y deposición de arcaicas dinastías, que en todas partes toparon la oposición, más o menos vigorosa, de una resistencia lealista: carlistas en España, miguelistas en Portugal, jacobitas en Escocia, legitimistas en Francia, etcétera, todas ellas una y la misma resistencia en realidad para una cohorte de soldados universales, brigadistas de la Internacional blanca, revolucionarios de la contrarrevolución. Como en el caso del Che, conocemos con precisión las andanzas de Borges porque –hombre culto, hablante de cuatro idiomas, lector de Julio César– dejó escrito un atento diario de campaña, transcrito íntegramente al final del libro de Martorell.
El momento es interesantísimo y lo es todavía más cuando uno logra desprenderse de los maniqueísmos y los relatos guiñolescos de cierto terraplanismo histórico. ¿Eran los malos aquellos rebeldes, donde los buenos serían los partidarios de la revolución liberal? ¿Eran, si acaso, seres atrasados, brutales, tarados dispuestos a entregar su vida por reyes execrables, la «chusma de aldeanos gobernada por una chusma de curas» que Napoleón dijera que era el pueblo español?
Así lo creía Cesare Lombroso, padre veronés de la criminología, que dedicó años a medir cráneos y analizar cerebros de briganti en busca de las claves frenológicas, hereditarias, que explicasen la incapacidad del paisanaje del Mezzogiorno para abrir los ojos a la luz de la Libertad, y acabó concluyendo y explicando en El hombre delincuente (1876) que los cerebros sureños tenían una estructura similar a la del hombre primitivo. Y ello es que, en nuestros días, sigue prevaleciendo un sentido común histórico no demasiado alejado de aquellas interpretaciones. Enfrentados a la tarea de comprender, por ejemplo, a quienes en España lucharon por Fernando VII frente a los liberales, la despachamos rápidamente con el abecé del mito del progreso: con el seso sorbido por la prédica viperina de los púlpitos, aquellas gentes analfabetas luchaban contra su propio interés. No querían ser libres, y era preciso obligarlas a ser libres a cañonazos.
Estudiosos como Álvaro París, o el propio Martorell en su biografía de José Borges, nos explican bien nuestro error: el de, obnubilados nosotros mismos por los sermones del liberalismo, no hacernos cargo de que este traía una modernidad con muchos y obvios aspectos positivos (tampoco se trata, no debería tratarse, de hacerse antiliberales), pero fue correctamente percibido por buena parte de las clases humildes como un mero cambio de amos, no para mejor por lo demás. Como se dice en El gatopardo, novela y película ambientadas justamente en el Mezzogiorno de los años de la unificación, todo cambiaba para que todo siguiera igual y la demolición de muros arcaicos eliminaba constricciones, pero también protecciones que el pueblo apreciaba. De las desamortizaciones olvidamos, por ejemplo, que su objetivo no era solo arrebatar terrenos a la Iglesia, sino también privatizar los pastos comunales, proceso que, como las enclosures británicas, arrojó a la precariedad a grandes contingentes de habitantes del agro, abocados de tal modo a dar con sus huesos en el averno esclavista de las fábricas de la revolución industrial.
Nos cuenta Martorell la anécdota ilustrativa de un abogado, rehén del jefe brigante Cipriani La Gala, que intentó convencer a este de que lo dejara libre porque simpatizaba, como él, con los Borbones depuestos. El brigante le respondió con sorna: «Tú has estudiado, eres abogado… ¿y te crees que luchamos por Fernando II?». El legitimismo era una mera amalgama, la defensa del rey legítimo un mero pretexto mancomunador, para una alianza variopinta de perdedores del liberalismo: aristócratas destronados, clérigos furiosos con la secularización, pero también aquella plebe intemperizada, que no necesitaba venerar de manera acrítica al rey para defenderlo como símbolo de un orden periclitado bajo el que, ciertamente, su vida había sido más cómoda, y al que, para más inri, se había puesto fin con malas artes.
Las Dos Sicilias se unieron a la flamante Italia en 1860 mediante referéndum, pero de muy escasa limpieza: las urnas para el sí y el no eran distintas, de tal modo que todo el mundo supiera qué votaba cada cual, y los partidarios de la unificación y una policía ciudadana integrada por escuadristas de la Camorra vigilaba la votación, de carácter censitario para más señas: solo el 25% de la población, los varones de las capas más pudientes, tuvo derecho al sufragio.
El libro de Martorell recoge la unión de fuerzas que, contra los Saboya y el Gobierno de Turín, llegó a producirse entre los legitimistas y muchos garibaldinos y mazzinianos, decepcionados por el rumbo antipopular que tomaba un Risorgimento del que habían creído —y con respecto al cual les habían prometido— que traería aparejadas luminosas conquistas de justicia social, que a la hora de la verdad quedaron convertidas en papel mojado. Y es, así, una excelente aproximación, de sensibilidad gramsciana y pasoliniana, a las paradojas y equívocos de la modernidad, tanto más interesantes en un momento como este en que el tren de la modernidad parece descarrilar.