[Historia] El Estatut carlista de 1930: ¿hoy es ayer?
Artículo de Xavier Casals publicado en La Vanguardia (Barcelona) el 02/01/2011.
Reivindicaciones clave del catalanismo actual ya fueron formuladas por los carlistas antes de la II República
El origen del ahora reivindicado concierto económico remite a las llamadas Bases de Manresa de 1892
Instaurar un concierto económico, hacer del catalán el único idioma oficial o establecer una confederación de los llamados Países Catalanes son reivindicaciones –o sueños– de sectores amplios del catalanismo. Pero apenas es sabido que quienes las pusieron con más rotundidad sobre papel en 1930 no fueron nacionalistas radicales, sino integrantes de un movimiento exaltador de la unidad de España: los carlistas.
Estos tenían entonces un siglo de vida, pues surgieron en 1833, al morir Fernando VII y sucederle en el trono su hija Isabel tras derogar la ley sálica que prohibía reinar a mujeres. Se inició así un pleito por la Corona entre el infante Carlos M.ª Isidro (“Carlos V”) –hermano del difunto rey– y sus partidarios que ha continuado durante generaciones y desató tres guerras civiles. Para comprender esta longevidad del carlismo debe tenerse en cuenta que no solo conformó una alternativa dinástica, sino también un movimiento antiliberal complejo y cambiante, de notable arraigo y cuyo antijacobinismo le hizo abanderar libertades locales y derechos forales, como plasmó su lema inicial Religión, Rey y Fueros.
A mediados de 1930, el carlismo o tradicionalismo estaba aglutinado en torno a Jaime de Borbón y Parma (Jaime III) y se hallaba desorganizado tras la dictadura de Miguel Primo de Rivera, finalizada en enero de ese año. En el fluido marco político que se configuró hasta el advenimiento de la Segunda República en abril de 1931, los tradicionalistas redactaron una propuesta de estatuto catalán para dar a conocer lo que su eventual triunfo implicaría en Catalunya, indica Robert Vallverdú en El carlisme català durant la Segona República Espanyola (1931-1936) (2008).
La Catalunya que soñó el carlismo.
Este estatuto, estructurado en 14 capítulos, afirmó que los pueblos de “la actual España” se federarían libremente y conservarían “plena y absoluta autonomía”. Sostenía que el territorio catalán lo formaban sus cuatro provincias, “sin renunciar a la revisión de las fronteras que encerraban la antigua Catalunya estricta”, abriendo la puerta al pancatalanismo. El gobierno lo ejercerían sus Cortes mediante ministros que nombrarían.
Los derechos y libertades inalienables de los catalanes incluían la libertad de culto (aunque no se podría escarnecer o menospreciar la fe católica); de pensamiento, manifestación e imprenta (con la misma salvedad ante el catolicismo); de enseñanza; de asociación y reunión según el principio de “asociación obligatoria y corporación libre”; el derecho de propiedad; la inviolabilidad de correspondencia y de domicilio. Suprimía la detención y la prisión gubernativas y concluía el capítulo sobre este tema afirmando que “la Generalitat de Catalunya respetará y defenderá los derechos de los catalanes”.
Otorgaba al catalán rango de única lengua oficial, pues el castellano era la lengua de comunicación con Poderes Confederales e Interfederales “mientras voluntariamente no se pacte otra”. Asi- mismo, advertía que “contra los acuerdos y resoluciones del Poder de Catalunya en las materias que le sean privativas, no será posible ningún recurso ante las autoridades del Poder Confederal”. En ningún caso éste último podría privarle de importantes facultades como la enseñanza o la administración de justicia. Entre los servicios mínimos que pertenecían a Catalunya se incluían obras públicas, comunicaciones, sanidad, policía y orden interior. El servicio militar sería voluntario y Catalunya aportaría al Estado Confederal una cuota de reclutas fijada por ley o pagaría la cantidad equivalente a su coste.
En finanzas, la Generalitat fijaría las contribuciones directas y su cuantía, con las limitaciones que se señalaran “para evitar tipos diferenciales tributarios en la producción federativa”, mientras el Estado Confederal no podría imponer a los catalanes contribuciones de ningún tipo. Un concierto económico regularía la proporción con la que Catalunya contribuiría “a los gastos generales de la confederación”.
Finalmente, establecía que las Cortes catalanas se elegirían “mediante sufragio universal orgánico” (es decir, con mecanismos corporativos y sin sufragio directo) y los municipios y comarcas elegirían sus representantes. Sus diputados enviados a las Cortes confederales, en la proporción fijada por un Estatuto Confederal, “no podrían representar en ellas a ningún partido ni fracción político, ni a otros intereses que los de Catalunya”. Concluía su último capítulo afirmando que los contenciosos entre Catalunya y el poder confederal los resolvería un “Tribunal Arbitral o Supremo” determinado por el citado Estatuto de la Confederación.
El discutido catalanismo carlista.
¿Fue tal propuesta una maniobra para ganar apoyos catalanistas? Debe señalarse al respecto que los tradicionalistas manifestaron reservas y poco entusiasmo por el estatuto catalán de 1932, aunque lo apoyaron. Ello generó descontento y el abandono de sus filas de figuras destacadas, algunas de las cuales se incorporaron a la nueva Unió Democràtica de Catalunya (como Joan Baptista Roca Caball, padre de Miquel Roca). Además, en las filas carlistas se alzaran voces como la de Tomàs Caylà (dirigente de Valls), quien lamentó que tras aprobar el estatuto “la cuestión catalana quedaría en pie”, pues “no satisfacía todos los anhelos de Catalunya porque no era suficientemente amplio para formar los pueblos libres que habrían de integrar la Confederación Ibérica” y denunció la falta de ejército propio, ya que “el día que el pueblo castellano quiera nos volverá a arrebatar todo lo que siempre ha sido bien nuestro”. Al albor de los años treinta, pues, el carlismo fue sensible a los discursos de afirmación catalana, aunque pronto se distanció de estos y acabó luchando en las filas de Franco en la Guerra Civil.
En este sentido, dilucidar el catalanismo del carlismo ha generado un debate académico inconcluso. Así, hay historiadores que desde una óptica nacionalista lo consideran precatalanista, como Josep Termes o Agustí Colomines, que lo definen como un “proyecto hispánico con mentalidad catalanista” o “una manifestación del particularismo del Antiguo Régimen” (véase su obra conjunta Patriotes i resistents, 2003). Pero expertos en carlismo como Jordi Canal o el malogrado Pere Anguera han considerado que esta tesis carece de fundamentos sólidos. Para Canal, la compleja evolución del carlismo impide trazar genealogías nítidas respecto del catalanismo, tal como apunta en Banderas blancas, boinas rojas (2006). Por su parte, Anguera destacó en este diario (Carlismo y catalanismo, 22/VIII/1999) la tardía inquietud que el tradicionalismo mostró hacia la catalanidad política (solo visible desde 1872) y puso en entredicho la que destilaba el estatuto de 1930: “Este texto, olvidado durante décadas por los publicistas, se contradice con la radical oposición al estatuto de 1932”. Apostilló que el carlismo se sumó esporádicamente al catalanismo forzado por el “catalanismo ambiental” y recalcó que la mayoría de sus seguidores podían ser fieles a su conciencia de comunidad sin traducir políticamente este sentimiento.
En todo caso, a finales del franquismo el carlismo consideró su estatuto de 1930 la plasmación de su concepción del Estado. Así, Evarist Olcina, en El carlismo y las autonomías regionales (1974), manifestó que “en el carlismo, lo autonómico no es un medio, o una excusa propagandística, sino un fin insoslayable”.
¿Una mera anécdota?
Visto en perspectiva, el estatuto carlista de 1930 puede ser considerado una simple nota a pie de página en la historia del carlismo y del catalanismo. Sin embargo, los ochenta años transcurridos lo revisten de interés por dos razones. Una es que revela que las grandes metas autonomistas de la época las asumió sin complejos un movimiento más que conservador y acérrimo partidario de la unidad de España sin ser tildado por ello de separatista o insolidario, algo actualmente inimaginable. La otra es que demuestra que las demandas de nutridos sectores catalanistas, como el concierto económico, permanecen intactas. En última instancia, el estatuto carlista ilustra que el encaje de Catalunya en España se plantea desde hace décadas en términos parecidos, y que el catalanismo está atrapado en una dinámica circular desde hace un siglo en la que hoy es ayer.c
Una antigualla llamada concierto económico
CiU ha hecho del concierto económico el tema estelar de su campaña electoral y es llamativo que en el 2010 el horizonte de las relaciones entre Catalunya y el resto de España lo enmarque una reivindicación surgida a finales del siglo XIX. Su origen remite a las llamadas Bases de Manresa: un documento programático de organización política de Catalunya que la Unió Catalanista (UC) aprobó en esa ciudad en 1892 y que se considera el texto fundacional del catalanismo político. Y es que un año después otra asamblea de la UC celebrada en Reus ya reclamó un concierto económico para que las Bases pudieran materializarse, como explica Joan Lluís Pérez Francesch en su estudio Les Bases de Manresa (1992). La demanda del concierto cobró impulso desde el invierno de 1897, cuando el Foment del Treball Nacional se alarmó ante la crisis que podía desatar la guerra de Ultramar iniciada en 1895 y reclamó un concierto económico similar al de las provincias vascas para Catalunya. La campaña en su favor alzó el vuelo con la derrota de 1898 ante EE.UU., especialmente cuando el “regeneracionismo” del general Camilo García Polavieja (que cobró celebridad al dirigir la guerra en Filipinas) sintonizó con el empresariado catalán. Entonces se declararon favorables al concierto económico 318 consistorios, las 4 diputaciones y numerosas entidades. Pero el ministro de Hacienda –Raimundo Fernández Villaverde–, en lugar de acordarlo, subió los impuestos ante los gastos de la contienda. Ello desembocó en una sonada huelga fiscal en 1899: el tancament de caixes. Acabó así la campaña por el concierto, pero no su reivindicación.