El primer carlismo: algunas opiniones enterradas (II)
Artículo escrito por Josep Miralles Climent, publicado en Historalia (El Obrero) el 18 de agosto de 2023.
De una forma más general, para Josep Carles Clemente, «el fenómeno carlista significó en parte, en sus inicios, un movimiento popular y anti-oligárquico, incluso anti-aristocrático; un movimiento vertebrado, de hecho, por el resurgir del espíritu, que muy bien puede calificarse como de sentimiento comunitario, de democracia foral o regional; un sentimiento que, como es sabido, tuvo profunda vigencia en los diversos estados de la monarquía plural de la España de los siglos XVI y XVII (como herencia de las anteriores realidades soberanas independientes); un espíritu que el centralismo trataba de ir ahogando a lo largo de los siguientes períodos, es decir, en el XVIII y en los primeros decenios del XIX» (Clemente, 1979, 35).
Por tanto, se puede considerar al carlismo como un movimiento de aquellos que reaccionan contra quienes le querían cambiar su estilo de vida con el que ellos estaban identificados y se sentían cómodos. El catedrático de Derecho Constitucional, José Peña, lo explica de esta forma: «Estábamos por lo tanto ante una lucha entre dos concepciones políticas, sociales y económicas. Por un lado, los partidarios del llamado Antiguo Régimen y frente a ellos una incipiente burguesía que se inspiraba en los principios derivados de la Revolución Francesa. En gran parte esta pugna fue también una lucha entre las ciudades y el campo. Desde el punto de vista religioso el carlismo pretende mantener intactas la religión católica y las instituciones de ella derivadas. De ahí el eco que encuentra entre los miembros del clero y en algunas de las cabezas de la jerarquía eclesiástica española como es el caso del obispo de Orense. Desde el punto de vista territorial postulan la restauración de los fueros y los derechos históricos de algunas regiones de España. Defendían la legitimidad dinástica en las personas de los herederos del infante Don Carlos, la tradición católica, la monarquía confederal y todo ello acogido bajo el lema Dios, Patria y Rey». (Peña, 2015, 25). Sin embargo y en cierta contradicción con Peña, cabe recordar una pregunta clave que se hace Francisco Asin: ¿Por qué el alto clero y la nobleza, piezas claves en la sustentación del antiguo régimen, no se adscriben al carlismo? (Asin, 1983, 18).
Tal y como se ha apuntado más arriba, según Idoia Estornes Zubizarreta —y para el caso concreto de Euskal Herria—, «el problema foral es el alma misma de las revueltas carlistas en el País Vasco […] La defensa de la foralidad amenazada por los liberales explica la tenaz resistencia popular» (Estornes, 1976, 22). Y en general, la oposición, o si se quiere la reacción carlista defendiendo los antiguos fueros, constituciones o costumbres, estaba haciendo frente a la centralización de un Estado fuerte de raíz jacobina que propugnaban los liberales españoles al crear un entramado político, ideológico, cultural e incluso lingüístico que unificara el espacio geográfico como base del mercado nacional, tal y como argumenta el profesor Juan-Sisinio Pérez Garzón: «Unificación que en España se realizó como centralización rígida y uniforme del espacio nacional […] Igualmente se enmarcan en este proceso la codificación jurídica efectuada por los liberales, la división administrativa provincial, la implantación de un aparato escolar público y unitario, el fomento de una conciencia ciudadana en torno a la pertenencia a una misma patria, España, e incluso el nacimiento de una historia nacional española que proyecta hacia el pasado las raíces de la nueva realidad estatal burguesa». (Pérez, 1982, 81).
En sentido parecido nos habla el profesor Josep Sánchez Cervelló cuando escribe que «la reivindicación de las instituciones preprovinciales en el Matarranya y en el Baix Aragó, como sucedió en las Terres de l’Ebre, fue impulsada por los carlistas. Su oposición a la división administrativa liberal fue constante» y que «la percepción identitaria que como colectividad tenemos los ciudadanos del Ebro, se debe en gran parte a la herencia del carlismo, especialmente en el aspecto de resistencia en el Estado que, posteriormente, a partir de esta experiencia, la CNT y el movimiento libertario impulsaron durante la II República y la Guerra Civil» (Sánchez, 2004, 28, 30).
Por su parte, Evarist Olcina en el libro, Carlisme i autonomia al País Valencià, en un capítulo dedicado al «federalismo carlista» entronca con la Edad Media. Y escribe que «el carlismo, con su nacimiento en 1833, representaba el insólito empalme con la libertad perdida en un centenario proceso de progresivo centralismo. Este Guadiana político que hacía aflorar sus aguas medievales en una época alboral de inquietudes unitarias en tantas zonas europeas significaba la vertebración de todo un sentimiento protestatario surgido espontáneamente entre el pueblo después de haber sido conseguida desde el poder la cota más alta en intento de uniformidad administrativa mediante el control político más absoluto. Una minoría pensante, al servicio de o aliada con la naciente oligarquía ciudadana, pretendía sustituir los restos de las libertades comunitarias por unas abstractas concesiones democráticas para las que los regentados no habían sido preparados. En definitiva, se ensayaba la perpetuación del dominio de una clase sobre las otras —las inferiores—, aunque, eso sí, cambiando el sistema». (Olcina, 1976, 17).