De banderas e imposiciones
19/08/2010
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Cada vez que contemplo la obra de Sorolla Tipos del Concejo del Roncal me produce una sensación de doble asombro, una por la obra en sí, y otra por la presencia de auténticos magistrados del pueblo, los seis o siete navarros que aparecen, que con sus trajes negros y sus cuellos blancos, me hacen permanecer absorto en su admiración. Pero aún hay algo más: la soberana majestad del alcalde mayor y el abanderado que enarbola el pendón del concejo, un estandarte con la cruz de San Andrés a los cuatro ángulos sobre formas geométricas de diversos colores al modo de tantas otras de Euskal Herria.
Es la bandera, la verdadera y única bandera -una más de la de entre tantos concejos y valles vascos- de un pueblo que se manifiesta como entidad soberana, un símbolo único creado por él y venerado de generación en generación. Una enseña, entre otras muchas, con las que los euskaldunes todos se alzaron en 1833 en defensa de sus libertades en una guerra que ya casi nadie discute que fue una auténtica sublevación para preservar la soberanía vasca amenazada mediante la imposición del unitarismo constitucional español.
Las banderas de los varios pueblos peninsulares…, las banderas de las naciones que hasta 1714 mantuvieron una normal convivencia confederal, las banderas que movían a sus naturales a morir por su soberanía en peligro cierto de destrucción. Banderas, pendones, estandartes…, verdaderos lábaros que serían sañuda y conscientemente destruidos por los vencedores -como sucedió con las catalanas al concluir la guerra de Sucesión, mandadas quemar por el primer Borbón hasta el extremo de no conservarse ni una sola-, y ello al exclusivo objeto de aniquilar la conciencia popular colectiva de las comunidades que las tenían por su santo y seña identificador.
Los carlistas no sólo respetarían esa variedad y libertad en las enseñas, sino que las mantuvieron en todas las sublevaciones y resistencias que se sucedieron hasta la mitad del XIX. Tan sólo las banderas de una pretendida, más que lograda, regulación del ejército carlista podría tenerse como una relativa uniformidad mediante la perpetuación de las conocidas como coronelas (blancas aspadas con escudos de sus diversos lugares de origen).
Frente a los voluntarios y guerrilleros de alguno de los primeros carlos, las fuerzas de represión y ocupación gubernamentales desplegarían la bicolor que aunque no oficial hasta los años cuarenta de ese siglo sí fue utilizada por la milicia nacional, de triste memoria por los numerosos asesinatos cometidos contra los carlistas, y ya de inmediato por la Guardia Civil creada, casi simultáneamente con la oficialización de la bandera nacional, para la persecución y aniquilamiento de las partidas carlistas que, especialmente en el Maestrazgo, La Mancha y Catalunya seguían manteniendo la resistencia.
Aquella bandera oficial de dos colores era, en definitiva, el símbolo de la constitucionalidad impuesta, o lo que es lo mismo, del más destructor centralismo, de la unificación armada contra la que miles de voluntarios carlistas luchaban.
Paradójicamente, el icono real legitimista por excelencia, el mítico garante y restaurador de los fueros, Carlos VII, no sólo aceptaría sino que adoptó esa bandera. Tal vez la explicación pueda hallarse en el control y fascinación padecida por aquel Borbón y Austria-Este, tras la infiltración de neos que encabezada por Aparisi y Guijarro instrumentalizó al carlismo para volver a la situación anterior a la Revolución de 1868, y la nefasta influencia de doña Berta. En el paquete adaptador a la España derribada y a restaurar estaba la bandera. Después, el símbolo se consolidaría, especialmente para contrarrestar mediante una militante confesionalidad españolista los desgarros destructores de integristas y mellistas al abandonar el barco. No obstante, diversos actos vasconavarros celebrados a finales del XIX e inicios del XX reafirmarían el foralismo carlista, pero para entonces el nacionalismo vasco había iniciado ya su andadura, y el carlismo no era la única fuerza a luchar por y para defender a la nación euskalduna.
Pero aún estaría por llegar la etapa más terrible de la historia carlista.
Pese a que al proclamarse la II República el hijo de Carlos VII, don Jaime, mostró su no oposición a la bandera tricolor, la reacción que una vez más se volvió a infiltrar en el partido a su muerte, junto con la exacerbación de lo religioso, tornaría al partido hacia el españolismo centralista y antiforalista más rancio e impresentable defendido por Calvo Sotelo. Como es norma consagrada en la derecha, se impusieron las formas, la aparente y folclórica anécdota foral al fondo, y la bandera del Estado, junto con la cruz de lo confesional, adquirió su protagonismo y trágica inevitabilidad, hasta el extremo de que en la confabulación militar/derechista contra el sistema republicano dirigida en el lado carlista por el abogado integrista sevillano Fal, que se vio desbordado y obligado por el cacique navarro Rodezno y los Oriol, aun cuando otros dirigentes como Tomás Caylá, jefe regional de Catalunya, se opusieran a ella, la única condición impuesta para enviar al frente a miles de hombres sería restablecer la bandera monárquica.
La bandera bicolor, que la propaganda tradicionalista presentaba como la gloriosa mortaja del voluntario carlista, sería tan sólo el trágico señuelo para enviarlo a la muerte para defender los zacutos de los de siempre, como bien reconocían muchos voluntarios al volver desengañados por el fascismo franquista.
Hoy el carlismo ha vuelto a sus raíces, y ya la bicolor ha sido puesta en el sitio que le corresponde como máximo símbolo del centralismo unificador destructor del soberanismo de raíz foral cuya defensa ha constituido la más permanente razón de su existir hasta hoy.
Sólo los pueblos, las naciones, tienen capacidad para decidir cuáles son los símbolos con los que quieren ser identificados, y ningún poder podrá ir contra ese principio, mucho menos en tierra vasca cuya máxima expresión de ejercicio soberanista ha sido siempre el se acata pero no se cumple, algo que sin duda inspiró la redacción de la placa instalada en la fachada de la Diputación Foral de Gipuzkoa y que de forma tan indigna ha sido recientemente sustraída.
No conviene por nadie olvidar que cuando a una nación, como la vasca, se la impide elegir su más visible y supremo signo identificador, la bandera, ésta, en lugar de símbolo de concordia se transforma en rechazada imposición de metrópoli.
Evarist Olcina y Patxi Ventura
La vinculación de la bandera de la Cruz de San Andres, también conocida como Cruz de Borgoña, con el Carlismo es relativamente reciente, es de 1934. Por lo que difícilmente los euskaldunes se puedieron levantar en 1833 con dicho estandarte
Posiblemente el amable puntualizador ha leido demasiado superficialmente el articulo. En él se dice que en cada lugar se levantó quien quieso con la enseña que deseó; que en buena parte de las poblaciones vascas era, con diversos aditamentos o fondos, la bandera con unas aspas, y que incluso se utilizaria la blanca con las aspas incluyendo algun escudo municipal o de mas amplio territorio por el incipiente Real Ejercito de Carlos V, llamandose a esas banderas «coronelas».
A ningún carlista se le escapa saber que nuestra enseña es la bandera de las Viejas Españas, las circunstancias y los usos son los que corresponden al igual que una lengua que se transforma.
Es el caso histórico en que los Comuneros y la idea que representaban primeramente y más tarde los primeros Carlistas en 1833 fueron masacrados por las armas imperiales bajo los estandartes de San Andrés, mientras que nuestras banderas, tanto las de los Comuneros como las carlistas en esas épocas eran pendones y estandartes de fondo en un solo color con referencias a Don Carlos a la Religión y a la Patria.
Ejemplos de mutabilidad en el transcurso de los años como es el caso de la bandera ligada a la Corona de Aragón, como ha pasado a ser del Estado Catalán (según los EEUU)… …como quiera que los reyes de Aragón están obligados a recibir la unción en la ciudad de Zaragoza, que es la cabeza del Reino de Aragón… no teniendo relación con la Casa Condal de Barcelona cuando, sería más lógico hubiera sido la cruz de San Jorge ya que La Generalidad adoptó la bandera de la Cruz de San Jorge en 1359 bajo el reinado de Pedro IV por considerar éste a la Cruz de San Jorge como «las antiguas armas de Barcelona».
O como una bandera de un partido que en relativamente pocos años inventada por los hermanos Arana, ha llegado a ser bandera oficial de Euskal Herria…
Todas las banderas representan algo noble algo de razón, indagar en las razones por las que Don Carlos VII asumió la bicolor por la que lucharon y murieron tantos carlistas bajo sus órdenes viendo en ella una representación más de sus ideales, solo por esto, por haber sido así merece todo nuestro respeto ya que ellos junto a los carlistas del 36, la hicieron también nuestra.
En relación a la guerra de 1833, Olcina y Ventura confunden las banderas coronelas (con las armas reales y sin aspa) con las batallonas (con el aspa de marras). Eran las enseñas reglamentarias del ejército isabelino, o al menos de la infantería, la artillería y los ingenieros. El uso carlista de la cruz de Borgoña en el s.XIX fue entre anecdótico y nulo. Relacionar la enseña local roncalesa con el carlismo es directamente de guasa. Su explicación del uso carlista de la rojigualda en la guerra de 1872 es como mínimo fantasioso.
Ese noble que arrancó esa placa hizo un acto heroico.
Yo no lo calificaría así, pero bueno…, allá cada cual. Hay maneras…., y maneras de hacer las cosas. Algún juez tendrá algo qué decir al respecto, dentro del marco de la Constitución de 1978, (y de las leyes de ella derivadas), rehén de los dos partidos mayoritarios (expresión del Liberalismo), y luego vendrá la aceptación, o no, de dicha sentencia. Los Carlistas no aceptamos los hechos consumados, sino que somos partidarios de una explicación clara de la situación (causas y consecuencias), de la Historia, de las Leyes y de las decisiones que se toman, todo ello supeditado a lo que «de siempre» se ha conocido como el Bien Común.