[Opinión] Por la Confederación Ibérica y la autogestión

 “La única manera de ser libre ante el poder es tener la dignidad de no servirlo”
(Miguel Torga)

No se trata de convocar “A las barricadas”. Como enuncia el himno de la CNT al que puso letra el anarquista vallisoletano Orobón Fernández sobre la música de la canción polaca “La Varsoviana”. No va de esas viejas gestas revolucionarias ni mucho menos de absurdos ditirambos. Por el contrario, el término “confederación” ha salido de nuevo a relucir en una necrológica.

La del filósofo Javier Muguerza, recientemente fallecido. Según ha recordado uno de sus biógrafos, el pensador que ayudó a introducir en España la teoría analítica tenía la convicción de que el proyecto confederal era el modelo político que mejor se adapta a nuestra idiosincrasia. Y ello siempre en el marco cierto del iberismo, no en solitario, españoles y lusos a partir un piñón. Un parentesco fraternal que, siguiendo la huella que va desde Pi i Margall a Saramago, desde Unamuno a Miguel Torga, pasando por el proudhonista Antero de Quental, abarque toda la fachada atlántica peninsular. Porque, decía Muguerza, el nuestro es “un país hecho de retales” que deben permanecer zurcidos. Un patchwork que incorpore a esos vecinos de los que nos separa una “raya” y nos acerca todo lo demás. Cultura, idioma y geografía, sin fracturas étnicas ni de religión.

Aquí se habla mucho y con solemnidad impostada de unidad (en realidad flagrante unicidad), algo de federalismo académico, y casi nada de confederación, está proscrita. Y sin embargo la confederal es una perspectiva que siempre está llamando a la puerta cuando el monopolio centralista demuestra su nulidad y el estereotipo federal se utiliza de coartada para más de lo mismo pero en diferido. Como ocurre en estos momentos con la dramatización del conflicto catalán y la consiguiente demonización del justo derecho a decidir, argumentado como pérfido desatino a diestra y siniestra.

La Primera República, federal sin edulcorantes ni conservantes, fue destruida a galope por el bando militar, bastión del cerril unitarismo, cuando apuntaron los primeros vestigios de experiencia cantonalista. La Segunda República fue incapaz de trascender la cartografía de algunos territorios históricos. Y el Régimen del 78 se afirmó territorialmente en una descentralización administrativa en base a las Comunidades Autónomas uncida al monolitismo de la restauración monárquica parida por la dictadura franquista.

Estos proyectos políticos a buen recaudo pretenden consensuar la diferencia conjugando la maximización centralista con el sagrado principio del contrato social. El Leviatán de Thomas Hobbes aliñado con las briznas representativas de Jean Jacques Rousseau. Con el primero, que trajo la superación del “derecho divino”, se instituyó una suerte de supremo protector como medio de superar el estado de naturaleza (“la vida del hombre es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”) Con el segundo, se ofició un intento de legitimar el consenso piramidal en base al asentimiento de los gobernados como si cupiera un tipo de individuo presocial. Pero en ambos casos, lo que se entronizó fue la “invención” del Estado pantagruélico como fiel de la balanza al que los “ciudadanos” deben entregar cotas de autonomía para ser libres regulados dentro de un orden (las “libertades positivas” de Isaac Berlin).

Lo que se traduce en una claudicación de las partes ante un todo sobrevenido. Soberanía expropiada que, como ocurre en la arquitectura supranacional de la Unión Europea, conduce a un diseño de dominación heterónoma de arriba-abajo y de centro sobre periferia, (una cosa lleva a la otra y viceversa), anulador de las sensibilidades identitarias anexas a sus elementos constituyentes.

Una suerte de burocratismo democrático que solapa y posterga la voluntad decisoria de sus miembros, su autodeterminación, convirtiéndoles en combustible social (nadie pidió nuestro “sí, quiero” para integrarnos en la Unión Europea en 1986). Frente a eso la idea confederal esgrime, siguiendo a Pi i Margall y la estirpe medieval de los concejos abiertos, el principio de las nacionalidades, las dinámicas de la asociación voluntaria y el apoyo mutuo como factor de evolución y progreso. Con la herramienta del referéndum como vórtice para afirmar una democracia radical, participativa y deliberativa. La actual Confederación Helvética, la Suiza cantonal, multinacional y plurilingüe, sería la demostración de su vitalidad a escala.

La reacción fósil, predicando el “todos para unos sin el uno para todos”, ha tratado de poner coto a esa centrifugación del poder enarbolando un ¡a por ellos! sin freno ni marcha atrás que se ha traducido históricamente en golpes de Estado, cuartelazos, asonadas, pronunciamientos, ruido de sables, dictablandas y dictaduras. Porque el proyecto confederal invierte las categorías de la dominación, devolviendo la autoridad y los recursos que genera la sociedad a las personas.

Es el epítome de la autodeterminación, ya que emite un mandato imperativo al Estado y no al revés. La aluminosis que afecta al edificio de la UE ejemplifica la imposibilidad de un estándar democrático y representativo con los parámetros del Estado-nación. A medida que aumenta la distancia entre gobernante y gobernado el modelo se pervierte originando instituciones zombi (que nadie ha votado, tipo Banco central Europeo); cesiones de soberanía incontroladas o, en el extremo opuesto y como reacción, movimientos de repliegue nacionalista.

De ahí que la confederación, en su despliegue de abajo arriba autogestionario, permita esbozar comunidades con el máximo de democracia de proximidad, cosmopolitismo de afinidad y un mínimo de burocratismo estatalista (low cost), al radicar el epicentro de decisión en el ámbito local donde la gente interrelaciona. Desde esa conciencia de polis se erige un ecosistema político teleológico que implica a toda la sociedad en una misma voluntad general. De esta forma, la experiencia democrática con un mínimo de delegación, trabazón de su tejido conjuntivo, radica en las personas y no en ficciones jurídicas alejadas de la realidad.

Una tarea que favorece su rearme ético y eleva el imperativo categórico a norma de convivencia. Es lo que el filósofo norteamericano John Dewey llamaba “democracia creativa siempre por hacer”, ya que, ahora con Hanna Fenichel Pitkin, autora de El concepto de representación, “lejos de ser un enemigo de la democracia, el conflicto –manejado en modos democráticos, con espíritu abierto y capacidad de argumentación y persuasión- es lo que hace que la democracia funcione, lo que somete a revisión mutua opiniones e intereses”. Porque “las ideas surgen de la acción y deben volver a la acción”, como pensaba Proudhon.

Con las premisas aquí esbozadas, parece lógico que el anarquismo, como ideología de la utopía que trasciende la clásica división del poder de Montesquieu a su centrifugación mediante la necesaria subordinación del aparato del Estado a la sociedad, sea quien más ha abrazado la salvaguardia confederal. Con un conocimiento experto (ahí se inscriben actores sociales como la Confederación Nacional del Trabajo y la Federación Anarquista Ibérica) que entrañaba llevar la propuesta más allá de las fronteras convencionales, límites del Estado-nación fruto de conquistas y dominaciones. Así la expuso el libertario aragonés Felipe Alaiz en Una Federación de Autonomías Ibéricas y lo ha dejado intuir el librepensador Muguerza en su notable “Desde la perplejidad (Ensayos sobre la ética, la razón y el diálogo)”.

Reunificación. Ese debería ser el concepto inserto en los programas de los partidos realmente transformadores que se presentan en estas elecciones del 2019, y no su rebozarse en costrosas luchas por el poder con sus corrupciones varias. Emprender el camino hacia lo universal desde lo local sin muros (Torga dixit). Abrir el derecho a decidir a dos comunidades separadas por el capricho de reyes venales y querellas de familia. Los pueblos de España y Portugal caminando juntos, y dentro de ellos los distintos pueblos y sensibilidades.

Con ello se daría una expectativa de democracia creativa al conflicto catalán y a la hoy cuestionada apuesta europea. Sumadas personas, economía y talento esa Iberia del siglo XXI se convertiría en una de las comunidades más prósperas y solidarias del contingente europeo, y serviría de acicate para frenar la deriva xenófoba. Por no hablar del impacto que semejante apuesta significaría en Latinoamérica, hispana y lusa, y su reflejo en la Iberia europea. Sería la empresa de una generación en avanzada que no se resigna al statu quo de cambiar algo para que todo siga igual. Para ello no se necesitan “estadistas” sino hombres y mujeres consecuentes en el ejercicio de sus derechos, libertades y dignidad, gentes sencillas experimentadas en democracia.

Pensar local y actuar global. Esa reunificación, lógicamente tendrá un coste económico, pero merecería la pena. Si lo hizo Alemania, adoptando un gravamen social para el reencuentro Este-Oeste, ¿por qué no pueden converger en una misma res pública los pueblos ibéricos de España y Portugal que han visto cómo sus gobernantes les imponían un infamante rescate dictado por la Troika para salvar de la quiebra a los poderes económicos y financieros causantes de la crisis? La otra acepción del término “crisis” es “oportunidad”. Demos una auténtica oportunidad a la crisis entre libres, iguales y racionales.

Rafael Cid-RojoyNegro_Digital