El valor de la Etica

 

Sin ética no hay democracia

por guillermo múgica – Domingo, 10 de Marzo de 2013

Hace aproximadamente un mes, concretamente el 13 de febrero, en un editorial a propósito de la admisión a trámite en el Congreso de una Iniciativa Legislativa Popular en pro de la paralización de los desahucios y la promoción del alquiler social, este periódico concluía con la siguiente afirmación: «Es una exigencia ética mínima para la regeneración democrática». Bien mirada, esta afirmación va mucho más allá del simple reconocimiento de la conexión indispensable entre ética y política. Establece la necesidad de unos mínimos éticos para que podamos hablar en verdad de democracia. Dicho de otro modo, la ética es reconocida como elemento sustantivo de una configuración democrática.

El punto es tan de raíz y de tan largo alcance que vale la pena fundamentarlo siquiera someramente. Traigo a colación para ello a quien, en forma clara y sencilla -y no por ello menos rigurosa- ya lo hizo hace tiempo. Me refiero a la reconocida catedrática Adela Cortina. Ella distinguía en la democracia dos dimensiones o vertientes inseparables. Y afirmaba en consecuencia que la democracia es, simultáneamente, «técnica» y «valor». Lo primero, por lo que tiene de procedimental, normativo, institucional, formal. Lo segundo, por la inspiración y los contenidos éticos que la impregnan y sostienen: como el valor y la dignidad de la persona, fin y no medio; los derechos humanos fundamentales, cuya raíz moral reconocía explícitamente el constitucionalista Peces Barba; la búsqueda del bien común y la imprescindible renuncia creativa; etcétera. Si reconocemos, pues, en la democracia lo técnico y lo ético, el debilitamiento o la desaparición de cualquiera de ambas vertientes harán que la democracia se desvirtúe, se prostituya o desaparezca.

Antes de seguir adelante, me gustaría hacer dos precisiones que considero relevantes. Ambas se refieren a la ética como vertiente de la democracia. La primera, más conocida, tiene que ver con Max Weber. Es obvio que, con él, estoy apelando a una ética política, una ética de la práctica, una ética cuya guía no reside meramente en la «convicción», sino en la «responsabilidad»; esto es, que no se ciñe simplemente a valores y fines abstractos y absolutos, sino que toma en consideración, muy especialmente, la realidad, las consecuencias de la acción, los medios a emplear. La segunda precisión la tomo del experto en ética y filosofía política Enrique Dussel. Evocando la distinción que suele ser bastante habitual entre ética y moral, y a la que los entendidos suelen dar muy diversas interpretaciones, Dussel llama moral al sistema valorativo y normativo «establecido»; denomina en cambio ética al sistema valorativo y normativo «por establecer». Me apunto a esta posición, porque introduce en el aspecto más formal e institucional de la democracia un impulso permanente de utopía, que la empuja a una renovación constante, a una crítica y superación de lo ya dado.

Todo lo anterior viene a cuento de la escandalosa ausencia de ética política en gran parte de nuestros gobernantes. Y no estoy pensando ante todo en los graves problemas de corrupción. Tengo presentes principalmente las políticas económicas y sociales que se vienen implementando como respuesta a la crisis que padecemos. Que la salud de los bancos esté por encima de la de las personas, que la vida del pueblo valga menos que la satisfacción de la deuda, que el dinero venga a ser el valor supremo que determine la política, que muchos derechos básicos se conviertan en pura retórica vacía…, todo esto y muchas otras cosas no solo evidencian un gran vacío ético, sino una progresiva desaparición de la democracia. Puede que permanezca la técnica. Pero ella, desprovista del valor, nada tendrá ya que ver con la democracia. Y considero que éste es uno de nuestros problemas: no estamos tan solo ante un grave déficit moral, sino ante una apremiante urgencia de la democracia misma. Es sintomático que quienes apuestan por políticas que cercenan o niegan derechos básicos, sigan proclamando a menudo sin pudor ni rubor: «Nosotros, los demócratas…».

Ahora no se trata de pasar facturas ni de cobrar viejas cuentas. Pero hay que tener memoria y recordar cómo, aun dentro de la autodenominada izquierda, que siempre presumió de una más alta sensibilidad ética, se tildó a menudo con displicencia de moralismos a los intentos de vincular ética y política. Y tampoco conviene olvidar cómo con frecuencia se practicó y se impuso un pragmatismo chato, no solo por carecer de horizontes sino, ante todo, de genuinos valores humanos y sociales. Nos hallamos ante la oportunidad histórica de iniciar un camino nuevo.

No estamos tan solo ante un grave déficit moral, sino ante una apremiante urgencia de la democracia misma