[Opinión] Carlismofobia y recentralización

Artículo de Javier Cubero publicado en www.naiz.eus 29/05/2018

Cuando en el pasado verano dos organizaciones juveniles de izquierda independentista, Ernai en Donostia y Arran en Barcelona, desarrollaron diversas protestas no contra el turismo, sino contra un modelo concreto de turismo masificado y sus nefastos efectos, algunos periodistas empezaron nuevamente a acordarse del Carlismo decimonónico.

Posiblemente el primero de ellos fue Víctor Lapuente Giné («El País», «Carlistas contra turistas», 15/08/2017), quien estableció un paralelismo dos siglos después en base al común objetivo de «frenar el capitalismo liberal y quitar poder al Estado central para devolvérselo a una comunidad local supuestamente más auténtica», pero también a la misma localización geográfica en determinadas comarcas como el Berguedà. Si bien reconocía importantes divergencias respecto a la letra de los himnos, concluía afirmando que «el tono de su música es parecido: la épica de un pueblo que se rebela contra el mundo».

Es innegable la realidad histórica de un mundo rural pirenaico que en el pasado reivindicaba el foralismo carlista pero en el presente apoya al nacionalismo revolucionario. El caso de Berga podría ser considerado como paradigmático, si actualmente es el municipio más importante que gobierna la CUP, en tiempos de la Primera Guerra Carlista era la capital de la junta de gobierno del carlismo catalán.

Esta correspondencia en un mismo espacio en diferentes épocas debería haber sido motivo de una reflexión serena sobre la continuidad de una identidad etnocultural secularmente despreciada desde Madrid. Y tal vez hubieran llegado a la misma conclusión que Carlos VII, cuando un 8 de noviembre de 1899 en una carta al general carlista Moore, manifestaba que «Mi maldición no cae sobre el separatismo (…) que es el efecto, sino sobre el centralismo revolucionario y la inmoralidad parlamentaria, que son la causa». Por entonces ya daban sus primeros pasos los nacionalismos vasco y catalán. En el desenlace de la Tercera Guerra Carlista con una nueva victoria liberal hay que encontrar la causa de su nacimiento, como indicaba Sergio del Molino en una entrevista («ABC», «La España vacía está en las casas de la España llena», 09/05/2016).

Pero el autor de «La España vacía» es una excepción singular en el panorama de la intelligentsia madrileña. Desde el último verano y hasta el momento presente, ya sea en relación al referéndum catalán, a los conciertos vascos, a la broma neolerrouxista de Tabarnia, a la propuesta de reforma constitucional que sugiere Duran i Lleida, a la disolución de ETA, o a ciertos sectores del clero católico, los ciudadanos y ciudadanas del Reino de España hemos sufrido un verdadero bombardeo mediático. Escritores y políticos, ya fuesen de izquierda o derecha pero por supuesto siempre nacionalistas españoles, nos han insistido en el pasado carlista de las montañas vascas y catalanas para descalificar como retrógrados a los nacionalismos alternativos. Porque claro, para ellos, el estado liberal, el estado-nación unitario, fue, es y será la única vía posible de progreso y modernidad. Pero también de españolidad, con olvido por supuesto de la propia historia de las Españas más allá del centralismo de importación francesa. El propio callejero de Madrid es una buena muestra de su imaginario excluyente y discriminatorio, como explicaba hace dos años Luis María Martínez Garate a propósito de la posible eliminación de la calle Montejurra.

Catalanofobia, vascofobia y carlismofobia han sido los lugares comunes de personajes etnocéntricos como Cayetana Álvarez de Toledo (famosa por su tuit «No te lo perdonaré jamás, Manuela Carmena. Jamás» con motivo de la Cabalgata de Reyes de Madrid en 2016) o Fernando Savater (cuya radicalidad anarquista en la Transición, frente a una «repetición acomplejada y descorazonadora de los tristes modelos europeos», sufrió un giro copernicano en los años 1980 con su conversión al liberalismo y acercamiento al PSOE). Más de uno ha adoptado una actitud abiertamente insultante hacia poblaciones enteras como es el caso de Joaquín Leguina («El Mundo», «Esta historia de pueblerinos se acabará», 03/10/2017): «En 2025 toda la zona alta de Gerona, cuna de carlistas, separatistas y todos los istas del mundo, de todos los reaccionarios del planeta, está despoblada, como se merece. La pena es que no lo esté ahora. Cataluña tendría que ser sólo Barcelona y su zona metropolitana, que no son separatistas».

Personalmente no puedo entender porque tiene que ser más progresista una metrópoli alienante como Madrid, cuyo crecimiento se ha caracterizado siempre por la depredación del territorio y el hacinamiento de poblaciones desarraigadas, que el desarrollo equilibrado y policéntrico de una provincia viva como Guipúzcoa. Igual la clave está en que tenemos concepciones muy divergentes del progreso en función de nuestros diversos intereses de clase. Así Mario Vargas Llosa, en la campaña electoral de diciembre, afirmó que «No hay partido más tradicionalista y reaccionario que la CUP», para acabar llegando a que «No hay partido más progresista que Ciudadanos». Definitivamente, esa es la clave. Ciudadanos, el partido más agresivo de todo el bloque constitucionalista, especialmente en lo referente al sistema educativo catalán en materia lingüística e histórica, es el mismo partido cuyas soluciones económicas pasan por un capitalismo sin freno alguno. No se puede dudar de que es el mejor representante de un liberalismo puro sin mezcla alguna, sin componentes socialdemócratas, como el PSOE, o conservadores, como el PP.

De una crisis nunca se sale de la misma manera en la que se ha entrado, se puede salir mejor o peor, pero nunca igual. Y la actual crisis de régimen no va escapar a esta regla. Con unos nacionalismos periféricos atrincherados, que a corto plazo no van a perder terreno pero que tampoco van a avanzar, y una izquierda alternativa estancada, pues tras el fracaso de la guerra de maniobras ha quedado sin horizonte a donde dirigirse, la pelota de juego ha vuelto al campo político del Régimen de la Segunda Restauración. Pero si el PSOE ha planteado una reforma constitucional que, orientada hacia un mayor desarrollo autonómico, permita reintegrar a la derecha catalanista; Ciudadanos propone una recentralización reclamando incluso la abolición de los conciertos vascos. Su hoja de ruta conduce a la reversión del Estado de las Autonomías, pero también del cada vez más desgastado Estado Social. En el medio, el PP viene optando por el continuismo, aunque ha sufrido, a mano de Ciudadanos, la misma medicina que en otros tiempos aplicaba al PSOE. Por primera vez el PP sabe lo que es ser acusado de tibieza en la defensa de «la unidad de España».

Estamos en una grave encrucijada, con una fuerza emergente que además de exigir más mano dura respecto a Catalunya quiere abrir otro frente anulando la autonomía fiscal de Euskal Herria. Ciudadanos demuestra ser digno heredero de, volviendo a la ya mencionada carta de Carlos VII, «esos poderes arbitrarios del parlamentarismo, que no sólo regatean, sino que niegan hasta un simple concierto económico a pueblos que tenían el derecho, que la verdadera Monarquía les garantiza, de administrase a sí mismos».

Curiosamente con todo lo que se ha hablado del Carlismo durante estos meses, no fue apenas comentado el comunicado que el 5 de octubre de 2017 emitió Carlos Javier de Borbón Parma, «como representante del legado histórico de la dinastía carlista (…) pero también como ciudadano español y europeo», exponiendo que «El federalismo, como expresión actualizada de la foralidad de los viejos reinos, es la solución que puede encauzar las aspiraciones de las distintas nacionalidades que conviven en las Españas». Nada que ver con el discurso beligerante del actual jefe de Estado. Prácticamente sólo el histórico «rojo-separatista» gallego Xosé Luís Méndez Ferrín («Faro de Vigo», «Manifesto carlista» 23/10/2017) valoró su significado. Una lástima, pues la carlismofobia de quienes conciben el Estado español como su finca particular es cualquier cosa menos casual.