APRENDER DE LA EXPERIENCIA

Aprender de la experiencia
Por Julián Zubieta Martínez – Sábado, 2 de Agosto de 2014
“El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía ni leer ni escribir”. (J. Saramago)
En esta cita sobre su abuelo, Saramago ha sido capaz de recoger uno de los ingredientes que dan sabor a nuestras vidas: aprender de la experiencia. Es cierto que no es una habilidad que abunde, aunque la mayoría de los seres humanos poseemos en potencia esa cualidad. Todos sabemos algo. El asunto es cómo aplicamos ese conocimiento a la vida. Hacerlo con sentido común, o sea sin ganas de perjudicar a nadie, sería lo que se conoce como inteligencia.
El conocimiento sobre nosotros mismos a lo largo de la historia, nos confirma que somos seres sociales. Con lo cual, esa posesión de sabiduría de la que hablamos traspasa la frontera de lo individual para alojarse en el colectivo social. Individualmente la sabiduría se desarrolla con la aplicación de la inteligencia mediante la experiencia propia. Pero, como sociedad, la sabiduría toma sus referencias de la memoria colectiva a largo plazo. En otras palabras, lo vivido ha de haberse experimentado con suficiente frecuencia o intensidad como para que no borre el recuerdo como civilización y se inserte en los esquemas que nos definen como colectividad. También sabemos que una de las mayores torturas que puede sufrir el individuo, cada vez con más frecuencia, es el olvido de la experiencia. Individualmente, esta terrible enfermedad la conocemos como Alzheimer. Y no me cabe duda tampoco que como sociedad, también desarrollamos esa calamidad. No hay que ir muy lejos para encontrarse con un comportamiento que lo demuestre, si no sería imposible que el pueblo judío, tras haber sufrido el Holocausto no hace más de cincuenta años, ahora esté exterminando al pueblo palestino en lo que podemos considerar como uno de los primeros genocidios del siglo XXI. Quizás, todo esto del olvido, no sea más que consecuencia de la acumulación de demasiado conocimiento científico; pensamos más, pero sentimos menos. Nuestros esfuerzos incesantes por alcanzar omnipresencia como seres superiores ha dado como único resultado la frialdad ante lo humano.
Llegados hasta aquí, si de alguna manera se puede definir lo poco que conocemos el siglo XXI, yo me inclinaría por declarar que nos encontramos atrapados en una dinámica de urgencias humanas. Todo corre prisa. Todo es para ayer. Esta celeridad, no me cabe duda, es consecuencia de un fenómeno que engloba a nivel mundial los procesos políticos, económicos y sociales cuyas puertas se abren tan sólo para recibir a los mercados influenciados por el capitalismo neoliberal, con la única finalidad de potenciar la competitividad agresiva, constituida bajo el lema: “Si no eres sumiso, no formas parte. Olvídate de todo conocimiento y obedece”. El problema es que esta mundialización, tal y como la definen los francófonos, no se acuerda que también, y seguramente con más éxito, ha globalizado la inseguridad de las sociedades generando diferentes turnos de integración, en un juego de desigualdades en el que la mayoría no está de acuerdo. Más que una situación de urgencia, quizás la sociedad debería plantearse ir a Urgencias, para paliar la enfermedad del olvido.
Tampoco es difícil distinguir de dónde brota esta sed de dominio globalizador y expansivo. Las grandes civilizaciones de la antigüedad se asentaron en áreas geográficas que les permitían desarrollarse adecuadamente; si el espacio geográfico les resultaba insuficiente para su supervivencia conquistaban otros territorios y los anexaban al original. Y desde luego lo defendían o también podían perderlo por una acción motivada por las mismas causas. Un ejemplo que engancha aquel pasado con este presente, se concibe en la desigual y asimétrica disputa que mantienen hebreos y palestinos, como ya hemos mencionado. La vieja Canaán, esa estrecha franja de tierra, ha pasado por las manos de tantos pueblos que resulta imposible determinar si alguno de ellos tiene la menor preeminencia sobre los demás. ¿Por qué, desde hace más de medio siglo después del Holocausto, el estado israelita quiere hacerse con esa parcela de tierra con tanto encono? ¿Por qué son ellos los únicos que hablan de derechos a la hora de establecer soberanía? Quizás la respuesta es lo que venimos reflejando a través de estas líneas: la insaciable ambición anexionista del dominio sobre los demás y el olvido de las experiencias vividas, como individuos y como sociedad.
Estas urgencias no han nacido hoy. Hace cien años, cuando estalló la I GM, las líneas estructurales que configuraban la sociedad no diferían de las que se alinean en la actualidad. Es cierto que pueden distinguirse las proporciones y las denominaciones de los conceptos, el tamaño de las sociedades implicadas o el tamaño de sus instituciones, el nivel de conciencia política internacional o la diversidad de actores económicos, sociales y políticos que están involucrados, incluso se pueden distinguir diferentes parámetros en la escala que mide los intereses en juego, pero el denominador común que subyace en las dos épocas es la presencia de una intención anexionadora y dominante. Es igual que el propósito de esa expansión sea geográfico o proyectado bajo un objetivo político, su finalidad es diseñar un mundo caótico donde prime la incertidumbre ligada a una sensación de continua transformación y redefinición de las sociedades, para así crear inseguridad y sospechas entre todos, abriendo la puerta al dominio de los mercados y la fuerza. En definitiva, convertirnos en seres sumisos. A diferencia de otras guerras anteriores, impulsadas por motivos limitados y concretos, podemos decir que la I GM perseguía objetivos ilimitados. El significado de la I GM es la transgresión de la humanidad, buscando la inhumanidad.
Tras el desastre de esta guerra, no pasó casi un cuarto de siglo, para que el mundo se embarcase en otra guerra mundial, la segunda, edificada con el pretexto de solucionar lo que la primera no zanjó, esparciendo de nuevo la mano negra de la muerte por el mundo. No satisfechos con todo esto, los seres humanos, no han desperdiciado ocasión de seguir alimentando las sospechas, para ejercer el dominio y la expansión de los modelos. Parece que la única enseñanza a la que la humanidad puede acceder es a vivir en un mundo en el que la matanza, la tortura y el exilio masivo han adquirido la condición de experiencias cotidianas, que ya no sorprenden a nadie.
Las urgencias de este siglo nos asoman a multitud de conflictos bélicos, a un enorme número de expatriados por hambre, enfermedades y explotación, a un mundo de refugiados, de encarcelados por leyes cada vez más lesivas contra la libertad, a un mundo que huye de la razón y de las sensibilidades, a un mundo que agota sus recursos para satisfacer las urgencias materiales, a un mundo subordinado al poder de la apariencia y la ambición, a un mundo donde vale más el qué dirán que lo que cada uno es, a un mundo de urgencias caracterizado por la aspiración de la soberanía y la dominación.
Es innegable que ya no valoramos aprender de la experiencia como el abuelo de Saramago; preferimos padecer alzheimer como sociedad y continuar sin enterarnos de que las urgencias de la vida pasan por el sosiego para el conocimiento de la misma. Una pena de enfermedad.