Carlos Hugo, la utopía romántica carlista

RAÚL MORODO

EL PAÍS  02/09/2010

En los veranos, por tierras catalanas, en Garraf o en Sitges, solíamos vernos, mi familia y yo, con don Carlos y con su hermana doña María Teresa, que pasa siempre unos días en nuestra casa. Este agosto, María Teresa, con sus hermanas y sobrinos, vinieron junto a Carlos. Decidimos acercarnos a Garraf y, en un restaurante marinero, almorzar todos, pero ya Carlos no pudo incorporarse: estaba todavía lúcido, pero necesitaba volver a la clínica barcelonesa, en donde fallecería pocos días después.

Conocí a Carlos Hugo de Borbón-Parma, más o menos, hace 40 años en Madrid. Desde entonces, lo traté con más frecuencia, establecida ya la democracia. Aunque en sectores políticos distantes, lo encontré, desde que tuve relación con él, un hombre digno y sin dobleces: amable y sencillo, inteligente y culto sin afectación (graduado en La Sorbona de París y en Oxford; más tarde colaborador y gran amigo de Ken Galbraith en Harvard), viajero curioso y atento autor de libros, lector incansable, rara avis en las familias de la Casa Borbón (Pedro Sainz Rodríguez, con su habitual socarronería, solía decir que «los Borbones leen solo las actas de nacimiento»). Y algo más importante: nunca con rencores y siempre, con su fondo humanista, atento a la amistad que gratifica. Ha fallecido con 80 años, pero con juventud de espíritu y entusiasmo de adolescente intactos: un hombre que, con generaciones tras de él, ha representado, después de su padre don Javier -«el viejo Rey», para los carlistas- y como príncipe, una ideología y un movimiento, siempre polémicos, que han estado muy presentes, más de siglo y medio, en nuestra historia contemporánea.

La personalidad de Carlos Hugo, así como su actuación pública, debe mucho a su padre, don Javier, y a su romanticismo cristiano. Aunque Don Jaime, el más heterodoxo y progresista pretendiente carlista, amigo de Blasco Ibáñez y de Valle Inclán, que recibió la Gran Cruz de la Legitimidad Proscrita, saludara a la República instando a «respetar la voluntad nacional», lo cierto es que, poco más tarde, falangistas, carlistas y alfonsinos, dirigidos por militares, destruyeron la Republica. Sin embargo, al iniciarse la organización del nuevo Estado vencedor, don Javier se opuso a Franco: los carlistas eran fuertemente católicos, y católicos tradicionales, pero no totalitarios. En la Salamanca de la Guerra Civil, con el Decreto de Unificación, se produjo la primera tensión del carlismo con Franco, a la que siguieron muchas. En el campo de concentración nazi de Dachau, don Javier será encerrado por su colaboración con la resistencia francesa. Junto con Leon Blum, jefe socialista francés, logrará sobrevivir y será liberado por los aliados, con 39 kilos de peso. Los nazis preguntarán a Franco qué hacer con él, y aquel responderá que es asunto alemán.

Adaptación progresista

Desde este antifascismo radical, por creencias y vivencias paternas, Carlos Hugo, desde los años sesenta, como la mayoría de los grupos emergentes democráticos, comenzará, dentro del marco universitario joven, la revisión crítica del carlismo y su adaptación progresista a la realidad española. El carlismo de don Javier y don Carlos será ya oposición nítida y habrá clara diferenciación con el integrismo y tradicionalismo colaboracionistas. Sin duda, existirán tanteos y ambivalencias, pero la línea quedará marcada de forma irreversible.

A finales de 1968, es expulsada de España toda la familia carlista y comenzará la etapa de unir esfuerzos con toda la oposición democrática: Asamblea de Cataluña; activismo reforzado interno y exterior, este dirigido por María Teresa; Consejo de Europa; Junta Democrática; Convergencia Democrática. Carlos y María Teresa, su más próxima colaboradora, lanzarán dos libros con su proyecto de socialismo democrático y humanista, que denominarán «socialismo autogestionario».

En las primeras elecciones democráticas, en 1977, el Partido Carlista no pudo participar con sus siglas, igual que le sucedió a Esquerra Republicana de Cataluña: creo que por estar cada uno preocupado por sus problemas, debimos, como oposición que negociaba con el Gobierno, presionar más para su legalización.

Superada la Transición, consolidada la democracia, Carlos se alejó de la política activa: con un silencio consciente y con sosiego distante. Sin perder su horizonte utópico, se dedicó al estudio y la investigación. En todas estas últimas décadas en que disfruté de su amistad y conversación, incluyendo divergencias, jamás lo percibí como vencido frustrado, sino como observador animado, crítico y próximo de la nueva realidad global y sus desafíos, sin excluir una serena nostalgia: nunca los anticipadores de los cambios son administradores del poder.

Fue, así, un hombre bueno, comprometido con una democracia progresista y que hizo también su propio camino al andar. Un largo trabajo al que se sentía obligado como un deber cívico: ayudar a fortalecer la tolerancia y la libertad, sin las que, unidas a una solidaridad social, no es posible una real convivencia entre todos los españoles.

Raúl Morodo, abogado y catedrático, fue embajador de España en París-Unesco, Lisboa y Caracas.